Comentario
Los artistas del Quattrocento al preguntarse sobre el fundamento y leyes que rigen el universo, concluyeron que existía un orden basado en la proporción y la armonía, e intentaron hacerlo comprensible a la inteligencia racional del hombre. Todo lo contrario a los artistas del Seicento que confiaron más en los valores, en apariencia desordenados, de la naturaleza, al no considerarla ya una emanación directa de la mente humana (Brunelleschi, Donatello, Masaccio), ni un todo regulado por las supremas normas de la armonía musical (Alberti).La naturaleza barroca, quebrado el nexo de solidaridad racional con el hombre, reivindica toda su grandiosidad y misteriosa autonomía, abandonando al hombre a su propia individualidad no racionalizable, a sus inquietudes y dudas, incluidas las metódicas. Por ello, siendo consciente de su propia indeterminación, el hombre del siglo XVII se presenta tanto más, inclinado a dejarse dominar por ideologías fuertes, cuanto más despojado se siente de su orgullosa seguridad.Con el Barroco se esfuma definitivamente el sueño antropocéntrico del hombre renacentista, máxime tras descubrirse que la Tierra no es ya el centro del Cosmos. Ya no se tienen garantías preordenadas para la ciencia, ni tampoco para la conciencia del hombre; ya nada hay que sea cierto, y todo debe ser confiado a los inaccesibles caminos de la investigación y la experimentación. Nada es verdad, sino verosímil; no hay visión segura, sino apariencia ilusoria.De ahí, quizá, la aspiración del arte Barroco por los dominios de lo infinito y lo imaginario. Mientras la sociedad confía a la ciencia experimental el conocimiento y la prueba de todo lo finito y concreto, deposita en las artes su ansia inquieta de infinito, expresada tras la disposición enajenante de los engaños ópticos, disimulada por los efectos maravillosos, manifestada en la exploración de los inciertos confines entre lo verdadero y lo verosímil.De este estado de malestar cognoscitivo, que es el presupuesto de la ciencia moderna, o "Scienza Nuova" como la llamará Vico, portadora de la libertad de juicio racional, el Barroco se presenta como su informe artístico. O sea, el Barroco, más que un estilo, es una cultura de la visión o, más bien, una verdadera y original civilización figurativa.La afirmación "porque el pasmo es el objeto de la poesía" del poeta Giovanni Battista Marino, destacado coleccionista de pintura barroca, es lo suficientemente explícita como para asegurar que el registro más sobresaliente de la poesía es la descripción, pero una descripción atenta a los datos que se ofrecen a los cinco sentidos. El objeto que se describe no importa mucho, si se exceptúa que sea algo inesperado, excitante, para que estimule el interés inicial del lector. De su posterior mantenimiento se ocupará el poeta con todo el aparato retórico capaz de poner en marcha. Y es que escribir, para Marino, era como encender un fuego de artificio perpetuo.Así pues, hacer poesía era sobre todo maravillar, y para ello el poeta debía ser, principalmente, un técnico de la expresión y de la sintaxis lingüísticas, un experto de la forma que experimenta con el lenguaje y recorre nuevas vías de expresión. No hay más posibilidad de interesar de continuo al lector con notas sorprendentes y ofrecerle de modo repentino alguna figura espectacular: una improbable paradoja, una orgía de metáforas, un raro juego de palabras, una inusitada onomatopeya, una inesperada alusión mitológica.Por ello, la teoría y la praxis literarias valoraron los aspectos técnico-lingüísticos de la expresión artística, recurriendo de nuevo al estudio de la "Poética" aristotélica, o al "De Oratore" de Cicerón, con su muestrario de figuras y reglas. Porque dominar el arte de persuadir y convencer por la autoridad y la seducción de las formas, permitía al poeta comprender el poder de la imagen y le posibilitaba la fijación de su propio código de medios, incluso el más atrevido, con el fin de poder someterlos al fin perseguido.